El olfato de los mamíferos es el sentido que se considera más primitivo, porque está vinculado estrechamente con las necesidades elementales: el hambre, la sed y el deseo sexual. En el caso de los seres humanos ya a las veinte semanas de gestación está desarrollado (solo el gusto lo hace antes, entre las semanas doce y quince). Al nacer, se ha desarrollado por completo, en contraste con la vista, que tarda más tiempo en madurar. Cuando alcanza su plenitud, la vista se convierte en el sentido dominante y deja en un segundo plano el olfato. Sin embargo, el impacto olfativo sigue estando presente en nuestra vida: la memoria olfativa es capaz de evocar en nosotros lugares, personas y momentos que creíamos olvidados a través de los olores. Es lo que le ocurría a Marcel Proust (1871-1922) y su famosa magdalena en En busca del tiempo perdido. La explicación se halla en el hecho de que las emociones y el procesamiento de los olores se encuentran en la misma zona del cerebro, el sistema límbico, que conecta la amígdala, responsable de la respuesta emocional, y el hipocampo, que almacena el recuerdo en la memoria a largo plazo. De este modo, reencontrar un olor nos hace recrear con muchísimo detalle un recuerdo determinado.